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Recuerda un momento feliz. Más alegre y desencantada, al menos en mis recuerdos. Aunque hay que tener cuidado con los recuerdos, porque a veces engañan. Sin embargo, él, Alberto Tomba, durante más de una década (1986-1998) la estrella indiscutible del esquí, fue uno de los símbolos más llamativos de ese período. Y no solo deportes. Cuando estuvo Tomba, cuando llegó Tomba, cuando ganó “Tomba la bomba”, fue como un terremoto. Adrenalina pura, fiebre de estadio.
El esquí, anteriormente un deporte silencioso, practicado por montañeros que cruzan dos palabras, cambia con ello la banda sonora. Cencerros, trompetas, cánticos desde los recodos, enormes serpientes de abanicos invadiendo los valles para ir a apoyar a ese grandote de Bolonia -¡un ciudadano increíble!- que no le teme a nada ni a nadie. Que cuando sube al podio transmite una euforia contagiosa en una disciplina habitualmente relegada a los informativos autonómicos o al tercer canal de la Rai, si le fue bien.
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